Estaba sentada detrás de un periódico y unas patatas bravas. Los ojos al papel y la oreja puesta en la mesa de al lado. Había dos abuelos revoloteando alrededor de una abuela. Ella tenía la melena de un rojo anaranjado y medias de rejilla. Ellos traje y una mirada fija. Uno, el que más probabilidades de éxito tenía, le tocaba el hombro de vez en cuando y le daba la razón en todo lo que decía.
Iban cayendo las patatas como las frases: "He estado casada 48 años con el mismo hombre. Era veinte años mayor que yo. Iba detrás de la del piso de arriba, de la de en frente o cualquiera. Pero yo le dije que a dormir a casa. Veo ahora a muchas mujeres que si pudieran los tendrían en una urna de cristal. El casarse no significa que el hombre tenga que dejar de pasárselo bien". Estas frases caían suavemente sobre los dos oyentes. Asentían con la cabeza y echaban un capazo de flores por cada flor que ella se regalaba a sí misma.
De vez en cuando disimulaba la vista en el diario. Entre Venezuela y las elecciones, la oía a intercalando las amistades que tenía. Bueno, las que seguían vivas -ponían esta coletilla a casi todo. Descalificaba a otras candidatas y amistades en común, muy elegantemente. Ellos la dejaban. En un momento dado, los tres han guardado silencio. Hablaban de las vueltas que le dan a la cabeza antes de dormir. "Claro que lo piensas", decía el hombre que ni pretendía ni era pretendido. Ella ha contando que no tiene a nadie. Su pretendiente dos hijos, "estupendos", ha puntualizado coqueta mientras abatía las pestañas. El tercero en discordia los miraba un rato y al otro parecía que ya no estuviera allí, cansado de ese juego del flirteo que hoy no tenía nada que ofrecerle.