martes, 19 de enero de 2016
A oscuras
Estaba el pobre viejo arrugado en la única habitación con
estufa. Llegaba a la hora de la cena a su casa y como un perro que nadie ha querido
se iba a la esquina del sofá. Había un último viaje antes de dejarse mecer por
la noche. Cruzaba el pasillo helado de su casa y en la cocina sacaba el jamón del
plástico para meterlo entre pan. Andaba como si llevara armadura y tocaba el
suelo con el mismo cuidado que si hubiera estado cubierto por chinchetas. Si la
jornada había sido buena, se lavaba los dientes y pensaba un poco en el día de
mañana. La mayoría de las noches se envolvía en una manta pequeña y guardaba
sus manos entre los muslos, hasta que recuperaba el tacto. Cualquier madrugada
el butano se lo iba a llevar. No le importaba eso, tampoco las imágenes que
traían las farolas a través de la ventana. Hace años con las manos y un poco de
alegría había inventado historias en las sombras. Recordaba la risa de sus
primos, los animales deformados, los dedos que salían cuando no tocaba. El
ciervo no conseguía abrir la boca y a ratos tenía tres astas, a ratos cuatro. Quería
dormir pero la noche era luminosa. Debería cerrar las persianas, pensó. Y al
día siguiente abrirlas, se dijo. Le pareció mucho esfuerzo para esa soledad tan
pequeña con la que vivía. Ni a ella ni a él le importaba mucho ese ajetreo que
tienen las casas vivas. El caso es que hacía viento y mientras en su pared
pedían auxilio las ramas, tenía miedo. No sabía de cuántos ciervos se trataba. ¿Y
si entraba la ventana misma? Podía ser. Reconocía esos tumbos. Traía del pueblo
de su abuelo un vendaval similar en la sangre. Sin creer en casi nada, guardaba
algunas piedras que deja caer la familia sobre su propia historia. Sólo
conservaba dos emociones: el orgullo de los cuatro gestos de honor que se
contaban y el asco de esos rincones donde era como ellos, sin poder evitarlo. Pensó
que si cualquier día el ayuntamiento apagaba las luces, se quedaría a oscuras.
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