Recién llegado del viaje se sentó en una silla. Desde los miembros del servicio, apoyados en las paredes de la sala, hasta su mujer, que tenía entrelazadas sus manos con las de él, escucharon en silencio cada detalle del relato. Ulises se levantaba de la silla para simular las olas que habían hecho añicos aquel barco mercante, cerraba las manos y apretaba bien los puños para demostrar cómo de feroces eran las batallas que tuvo que librar para volver con vida. No derramó ninguna lágrima. Todas sus narraciones estaban llenas de fuerza, rabia y coraje.
Penélope permanecía callada, siguiendo con su mirada todas las hazañas de aquel que parecía ser su esposo. A veces centraba la vista en su pelo, una telaraña que ella tendría que desenredar. En ese momento, y con gran discreción le hizo unas señales a la criada para que dispusiera el baño. Mientras tanto, Ulises, ajeno a toda indicación seguía enfurecido, poniendo voz a todos los enemigos que uno por uno había ido matando. Para sí mismo no guardaba ninguna palabra, sólo informaba de cómo había actuado. “Un terrible guerrero, sin duda”, pensaban todos los allí reunidos. El perro, que le devolvió su identidad, ahora ladraba, alarmado por los aspavientos de su viejo y nuevo dueño.
Cuando parecía que se iba a hacer el silencio, otra vez volvía a las batallas, a las pesadillas de ese largo regreso. Hizo falta toda una noche para que Penélope reconociera que su esposo había perdido la razón. Nunca más pudo acallar esa odisea hablada, ni siquiera en el baño que le dio de madrugada.
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