Vendía humo y el público aplaudía los juegos de magia. Celebraban el ilusionismo. Cualquiera se ofrecía a ser el conejo en la chistera de tan bienintencionado mago. Ahora permanece el teatro abandonado. También el prestidigitador, desconcertado. Le aplaudían por mentir, y se mira y cuestiona a ese público interesado. Si antes les gustaba, ¿qué ha pasado?
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