Su tartamudeo era una nana. Se enganchaba siempre a la misma altura y, pasando la tarde a su lado, me fui calmando. Sus sílabas eran ritmos que reclamaban mi atención. Me obligaba a permanecer atenta y a parar la velocidad tonta. Él, que tardaba más que nadie en decirme algo, ajustaba los tempos de una buena conversación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario